Perderse en los jardines de los pazos es una delicia. Allí donde el agua ayuda a formar parte de ese encanto, la luz, los sonidos y los aromas de la vegetación conforman la belleza de estos lugares extendidos por toda la geografía de esta tierra.
La camelia llegó a Galicia en el siglo XVIII y aquí se quedó entre nosotros que la acogimos con mimo y cuidado ofreciéndole las condiciones necesarias para vivir. A cambio, ella, agradecida nos ofrece sus bellísimas flores durante todo el invierno.
Los jardines donde lucen y donde se puede apreciar su mayor esplendor y belleza son los jardines de los pazos. Estos ocultos por muros de piedra, están cubiertos de musgo y cuajados de variadas y exuberantes especies vegetales en justa compensación, al tributo de la lluvia que sin pausa cae sobre esta tierra.
Una vez que se entra en estos jardines, parece que uno ha atravesado un espejo mágico como el de "Alicia en el país de la maravillas" trasladándote a otra época donde la realidad que se abandona difiere totalmente a la realidad en la que uno se ve inmerso, ofreciéndonos recorridos de ensueño entre árboles centenarios, arbustos de camelios, estanque y fuentes.
Si en otoño el festival de colores es espléndido, es en primavera cuando los sentidos alcanzan a percibir la mayor de las sensaciones, pues las camelias que crecen en todos ellos se encuentran en plena floración y ofrecen un espectáculo único en los árboles y en el suelo, donde las flores desprendidas forman bellísimas alfombras de pétalos.
A la vista de mil tonos de verde hay que añadir el aroma de los mirtos, las malvas glicinas, las blancas magnolias y el de las muchas flores que crecen añadiendose al rumor inconfundible de las aguas de fuentes y estanques.
Estos jardines, tras muros de hermosas piedras, son quizás parte de los secretos mejor guardados de Galicia, donde en verano las hortensias de distintos tonos de azul doblan sus grandes flores sobre las aguas de los estanques.
"Yo recordaba nebulosamente aquel antiguo jardín donde los mirtos seculares dibujaban los cuatro escudos del fundador, en torno a una fuente abandonada. Tenían el jardín y el palacio esa vejez señorial y melancólica de los lugares por donde en otro tiempo pasó la vida amable de la galantería y el amor.
Ramón María del Valle-Inclán en su Sonata de otoño sobre el pazo de Brandeso
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