Según cuenta la leyenda, existe un camino en el cielo y otro en la tierra que conducen a un punto sagrado y místico, venerado desde hace mucho tiempo. Es conocido como “Campo de Estrellas”, hoy en día, Santiago de Compostela.
La historia cuenta que en torno al año 813 un ermitaño llamado Pelayo, que vivía en el bosque de Libredón - hoy las calles que rodean la Catedral Compostelana -, vio durante varias noches un enorme resplandor en el cielo, una estrella gigantesca que indicaba un punto determinado.
Y aquí fue, donde Pelayo encontró una extraña tumba de piedra, hoy la tumba del Apóstol Santiago. Y así fue como durante siglos los peregrinos miraron al cielo para seguir la Vía Láctea que lleva la misma dirección que la del caminante a Compostela.
Plaza de la Quintana @ Paco Rodriguez
La primera vez que salí de noche por las rúas de Santiago algo dulce y amable me embrujó. A partir de entonces me gustaba recorrer sin rumbo calles y callejuelas, rúas y plazas envueltas en esa magia especial que va envuelta en el aire.
La lluvia va marcando el ritmo del silencio; ese silencio roto por el sonido grave y profundo de la campana de la catedral, la Berenguela. Cuando el paseo es nocturno y va acompañado de la lluvia uno puede emocionarse bajo ese orballo menudo que va calando con su cadencia. Callejear y callejear entre las sombras, meterse en el corazón de las rúas, caminar sin prisa bajo sus soportales mientras la luz juega a pintar las piedras con reflejos dorados que bailan porque tienen su propia vida y encierran el arte de un pincel maravilloso que solo la naturaleza sabe crear.
Los faroles han alumbrado tantas historias que se han convertido en testigos mudos del acontecer de la vida de la ciudad. En ocasiones, aparece la luna plateada entre grandes nubes para cobijar a todo aquel que encuentra su camino o su meta en Compostela.
Cada día al ocultarse el sol e iluminarse la Catedral, el fantasma del peregrino hace su aparición en la esquina más próxima a Platerías como esperando la apertura de la Puerta real, quizás, ha de quedarse en Compostela para siempre condenado a peregrinar por el resto de la eternidad y recorrer cada noche esas callejuelas donde la luz y la lluvia se han convertido en arte. En realidad, solo se necesita silencio para poder oír a Compostela.
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