Una región de Galicia que fue considerada el fin del mundo durante el Imperio romano: "A Costa da Morte"
Cuenta la leyenda... así comienzan todos los relatos de antaño donde el misterio, la incógnita y la magia están garantizados; pues sí, cuenta esta leyenda y habla de un lugar de la costa gallega donde la fuerza del mar se deja sentir en sus enormes acantilados haciéndolos especialmente abruptos y escarpados.
El mar aquí no tiene piedad ni con barcos ni con hombres y hace de esta zona un cementerio para cientos de marinos.
"A Costa da Morte": Impresiona su nombre, también impresiona el lugar y no solo por su belleza, sino también por su soledad, su silencio, su grandiosidad.
Se debe su nombre a la cantidad de naufragios y muertes que en esta zona ocurrieron desde cientos de años atrás.
Varias son las leyendas que se cuentan de este lugar pero quizás la más antigua y la más impactante tuvo que originarse en tiempos muy remotos en donde las únicas señales marítimas posibles eran la costumbre ancestral de hacer sonar las caracolas de mar en los días de niebla y las hogueras, que las mujeres encendían en los cabos y atalayas para señalar a sus hombres el camino de regreso a tierra.
Yo he oído el sonido de los faros en multitud de ocasiones cuando las nieblas rodean los barcos en una trampa mortal. Es un sonido que parece salir de las entrañas del mismo mar, es un sonido que guía en una ceguera sin límite, es un sonido lúgubre pero, al fin y a la postre, un sonido esperanzador ya que en esos instantes no hay nada que te guíe más que ese sonido que se cuela entre la niebla.
El excesivo número de hundimientos que se han dado a lo largo de esta costa, culpabilizando a las gentes de este lugar, fue seguramente lo que le dio ese nombre a esta zona ya desde tiempos antiguos.
Se dice que en las noches de temporal y de poca visibilidad, cuando las nieblas se asentaban por días sobre la zona e impedían a los navegantes avistar la costa, pequeños grupos de paisanos acuciados por el hambre y la miseria provocaban los naufragios de los barcos para apropiarse de sus cargamentos con la artimaña de la vaca-farol.
Acudían con sus bueyes a pasearlos por los límites de los cabos, colgando de los cuernos pequeños faroles encendidos que simulaban el balanceo de las luces de otras embarcaciones navegando. Los marinos, que navegaban en el lugar, confundían la luz de estos faroles con la luz de otras embarcaciones que navegaban más cerca de la costa y a mayor resguardo de la tempestad y así, optaban por imitarla, aproximándose también y estrellándose sin remedio contra los acantilados, cayendo así, en una trampa mortal.
En pocos minutos el barco estaba perdido porque entonces las gentes del lugar aprovechaban para saquearlo y si fuera preciso asesinar a los indefensos náufragos.
Si esta historia es cierta, es imposible de saber pues en esta tierra el silencio se mantiene sobre los asuntos delicados que no van con ellos. Este silencio cómplice es el que ha impedido que nunca se haya probado este proceder tan bárbaro, si es que alguna vez se produjo.
Quizás no haya sido nunca la piratería ni tampoco las gentes del lugar que en multitud de ocasiones arriesgaron sus vidas con un gran mar de arbolada y se lanzaron a ella para auxiliar a los náufragos. La muerte es una constante en estos pueblos que son acariciados a veces y otras golpeados por la fuerza de su océano.