Existen en los montes gallegos manadas de caballos salvajes que todos los años son conducidos a los curros, para ser marcados y rapar sus crines. Es la lucha del hombre contra el animal, cuerpo a cuerpo, sin cuerdas ni palos, hasta que logran reducirlos usando su fuerza y su destreza. Después, los devuelven a su estado salvaje, hasta el año siguiente tal y como lo vienen haciendo hace cientos de años desde la prehistoria.
Uno de los momentos más emocionantes, es cuando los pequeños acceden al recinto. Ellos son los encargados de separar a los potros del resto de la manada.
La existencia de estas manadas de caballos salvajes o libres en las montañas da lugar a un gran espectáculo.
Ver bajar a los mozos y a los caballos en medio de una gran polvareda por las laderas de los montes es una estampa realmente fantástica. Los caballos son robustos, adaptados durante siglos a la supervivencia en unas montañas en las que la crudeza del invierno es su única compañía. En verano, da gusto verlos, libres como el viento, en la cima de los montes buscando la brisa refrescante.
Una vez encerrados en el curro, los más expertos llamados "agarradores" mantienen un forcejeo con el caballo hasta que acaba reduciéndolo. Después, le cortan las crines y lo marcan.
Los animales más jóvenes son puestos en libertad con los garañones y las potras. La operación de separarlos se asemeja a un hervidero de hombres y bestias que pelean entre sí. Unos, tratando de montarlas, mientras que éstas se defienden revolviéndose, alzándose, coceando y relinchando. Es todo un espectáculo y una de las tradiciones gallegas más ancestrales.
Los animales más jóvenes son puestos en libertad con los garañones y las potras. La operación de separarlos se asemeja a un hervidero de hombres y bestias que pelean entre sí. Unos, tratando de montarlas, mientras que éstas se defienden revolviéndose, alzándose, coceando y relinchando. Es todo un espectáculo y una de las tradiciones gallegas más ancestrales.
En las laderas del monte Galiñeiro, desde donde se divisa todo el Val Miñor y donde se conservan varios petroglifos, las marcas de los hierros con que se identificaba a los caballos, guardaban semejanza con los dibujos hechos por los ancestros en las rocas.